pikaramagazine.com. Kakitzat.- Los desertores y antimilitaristas cometemos una doble traición: no defender la patria con armas y, al mismo tiempo, traicionar la masculinidad hegemónica, esa que espera que utilicemos la violencia para imponernos.
Llevamos un mes desde que empezasen los ataques y la invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin. Ocho años desde que estallase el conflicto y la guerra entre estos dos países tras el golpe de Estado al presidente de Ucrania y la implicación de la OTAN para colocar a un presidente que abriera las puertas a la ampliación atlántica y belicista. Tanto para este como para otros países de la otrora órbita de la Unión Soviética. Y otras muchas guerras pasadas, presentes y futuras en esta carrera armamentística sin final, con los mismos actores imperialistas en todas ellas y con una gran carga de sufrimiento que sobre todo la sufren las poblaciones civiles, los llamados daños colaterales, sin ninguna o pocas posibilidades de ser un actor activo en todas estas contiendas bélicas y que solo le queda acarrear con su propia vida y con su cuerpo para escapar a otros lugares bajo la etiqueta de personas refugiadas, con diferente resultado según el color de piel y el pasaporte que se pueda tener, y con un futuro sombrío consecuencia del disparatado y cruel impulso militarista. Y a pesar de encontrarnos ante este desolador panorama, nos vemos en la obligación de defender al movimiento antimilitarista, que se la está jugando, de manera literal, tanto en la Ucrania de Volodímir Zelenski como en la Rusia de Vladimir Putin.
Existen resistencias con las que comulgamos decididamente, como los movimientos pacifistas y antimilitaristas de aquí o de allá. Les damos todo nuestro apoyo. En estos momentos, tanto en Ucrania como en Rusia, muestran toda su convicción por la resolución de los conflictos fuera del militarismo. Utilizando sus cuerpos, su vida, bajo amenaza de cárcel y sanciones, para intentar ofrecer alternativas. Yurii Sheliazhenko y el movimiento pacifista ucraniano, siguiendo tácticas de desobediencia civil no-violenta, luchan en un escenario totalmente adverso con el apoyo de antimilitaristas de Europa y de Rusia, para ofrecer alternativas al panorama desolador que dejan las guerras y la obligatoriedad de empuñar armas para defenderse. Como lo hizo en los años 90 el movimiento de insumisión en Euskal Herria y el Estado español, y que, en consecuencia, trajo la eliminación del servicio militar obligatorio hace ahora 20 años. En un contexto diferente, pero con la misma convicción, tener una postura antimilitarista y negarse a hacer la mili es una estrategia infinitamente mejor para la consecución de unas sociedades más libres y democráticas que enrolarse en cualquier ejército para defenderse del enemigo, de los enemigos, que no son más que los poderes y los intereses del sistema capitalista, no los de las poblaciones civiles.
Cuando comenzó la estrategia de insumisión, allá por el año 89, uno de los axiomas de la lógica militar que rebatíamos continuamente era aquello de que la mili te hace un hombre. Estaba totalmente interiorizado que, el hombre, si quería ejercer como tal y optar una masculinidad hegemónica y normalizada, debía aprender a matar, a defenderse y a utilizar la violencia en todos los lugares donde se requiriese. Salirse de esta conscripción obligatoria implicaba, irremediablemente, dar una vuelta de 180 grados al modelo de masculinidad en el que habíamos crecido, utilizando juguetes bélicos, juegos violentos y aquello de “si te pegan le pegas”. Esa jerarquía militarista que se interioriza desde la infancia.
Nada es casual y todo tiene su motivación. Ahora queda gráficamente expuesto en las campañas de ayuda a las personas refugiadas que muchas organizaciones bienintencionadas, gubernamentales y no gubernamentales y que utilizan para apelar a nuestra buena conciencia. En ellas vemos filas de personas maltrechas llevando a cuestas aquello que físicamente son capaces de transportar. Pero, ¿quiénes son las personas que comandan estos grupos que buscan escapar de la guerra? Suelen ser imágenes de mujeres al cargo de niños, niñas y gente anciana. Una vez más, el rol de la cuidadora lo ejerce quien en la infancia jugaba simbólicamente a alimentar muñecos mientras los niños jugaban a guerrear. Ese juego simbólico que tal vez, 30 años después, puede convertirse en una pesadilla real.
La diplomacia internacional, mientras tanto, continúa alimentando el ardor guerrero, haciendo llamamientos a la resistencia. Una resistencia que se constituye con grupos profesionales y amateurs. Por un lado, los grupos de mercenarios profesionales a sueldo de grandes corporaciones como Blackwater (empresa militar privada) y, por otro, fervientes simpatizantes de las políticas más xenófobas, misóginas y homófobas, corren a alistarse voluntariamente a ese nido de neonazis llamado batallón Azov. Este batallón está compuesto por un mosaico de jóvenes cautivados por la ultraderecha, nostálgicos de la Alemania de Hitler, que ahora pretenden defender su territorio ante el avance de las tropas rusas. Da la impresión de que estos voluntariosos mercenarios amateurs, de pequeños, jugaban con pistolas a ser policías y disparaban a los malos. Aquí la presencia de las mujeres es exigua y testimonial.
No es la primera vez que vemos grupos amateur de este tipo. Hace escasos años eran hombres amantes de las barbas que decidían ir a Siria con la intención de luchar en contra del Gobierno de Basar al-Ásad, enrolándose en las filas del Estado Islámico. Entonces fueron perseguidos por la Audiencia Nacional, acusados de integración en grupos terroristas internacionales. Habrá que ver si ahora se persigue internacionalmente también a estas personas. Aunque nos cuesta creer que, por ejemplo, el líder de la diplomacia europea, Josep Borrell, gaste medio minuto en denunciar y condenar las tropelías que estos “voluntariosos voluntarios” puedan cometer.
No es tiempo de paz, es tiempo de guerra. Y hay que engrasar la maquinaria militar con la sangre de aquellas personas que tal vez ahora resulten más vulnerables. Ahora. Ya que hasta ahora se les ha asignado el rol de abusón en la escuela o de macarra en la calle. Sin olvidarnos de su estatus social y económico. No creemos que el batallón Azov reclute voluntarios en las puertas de la Universidad San Pablo CEU. No, el alumnado de ese tipo de universidades servirá de una manera distinta, muy lejos de la contienda. Los procesos para reclutar soldados que sirven en primera línea de batalla siempre se realizan en zonas económicamente deprimidas, con grandes promesas estimulantes al estilo de aquel anuncio de los marines estadounidenses que prometía a sus reclutas ver mundo. Un proceso de reclutamiento en el cual una vez más apelan a la épica, a la llamada del valor. Nada nuevo. Durante la primera Guerra Mundial muchas personas escribían sus crónicas con ese objetivo, como Rudyard Kipling. Tal fue su implicación en este proceso que hasta su propio hijo se alistó en el Ejército. Su final fue el esperado: desaparecido en combate. Años después, Kipling, sintiéndose culpable por el destino de su hijo, escribiría estos desgarradores versos: “Si te preguntan porque murieron, diles simplemente: nuestros padres mintieron”.
En esta línea argumentativa situamos el papel del desertor. Ahora en Ucrania y Rusia, antes en otros lugares del mundo. Siempre con la etiqueta de la traición: por no querer defender con armas tu patria, por traicionarse a uno mismo al romper la masculinidad hegemónica y militar.
El desertor nunca será un héroe, ni tan siquiera anti-héroe, será un paria feminizado. Como todos los hombres sabemos, nunca nos debemos comportar “como mujeres”, porque estará en riesgo nuestra propia identidad, una identidad aprendida para ser un soldado, sea en el contexto que sea, con o sin armas. Un soldado que aspira a ser parte de esa masculinidad hegemónica y que, si se arriesga a romper con su cometido, se convertirá en un no-hombre. Al desertor le invade el miedo a morir en una guerra de la que no quiere formar parte, pero también el miedo a convertirse en un no-hombre, a perder su masculinidad. Por algo, la figura del desertor es utilizada como propaganda de guerra. En los medios atlantistas y occidentales solo encontraremos desertores rusos, nunca ucranianos. Todos los hombres ucranianos, parece, están dispuestos a defender su patria. La propaganda para intentar horadar a su enemigo ruso, utilizará el recurso de que Rusia se enfrenta a deserciones en masa, para así restar fuerzas a su ejército. Seguramente, no lo podemos saber porque el occidente libre nos niega poder informarnos con medios rusos, Putin y sus medios utilizarán la misma estrategia con la resistencia ucraniana. Y dirán que cada día sube el número de desertores en el bando ucraniano. Debemos romper esa lógica que nos empuja a los hombres a ser aguerridos y batalladores.
Todos los hombres debemos ser desertores y politizarnos, en un ejercicio de antimilitarismo. Ser desertor no solo significa romper con la lógica militar, si no romper con la masculinidad hegemónica que nos constriñe a nosotros y al entorno en el que vivimos. En el que convivimos con mujeres. Es un proceso duro pero liberador, que nos puede permitir optar por unas sociedades más justas, más equitativas y más pacíficas.