ctxt.es. Antonio Turiel / Juan Bordera.- Hacer depender tanto la agricultura de los combustibles fósiles, más que una revolución, fue un peligroso espejismo.
Con el precio del barril de petróleo de referencia (Brent) sobrepasando los 90 dólares por primera vez en ocho años –coincidiendo con el anunciado fin del boom/burbuja del fracking–; la reciente escalada histórica en los precios del gas –que ha cuadruplicado su precio durante 2021– y, en consecuencia, de la factura de la luz; o con la inflación más alta en España en tres décadas –6,5% en 2021– cualquiera podría pensar que el mayor problema que tenemos es el energético. Y probablemente estaría en lo cierto, aunque no se puede obviar la gravedad y profundidad del climático, que a largo plazo es, como mínimo, igual de grave. Sin embargo, hay una ramificación derivada de esta encrucijada entre energía escasa y clima inestable cuya gravedad no se suele entender: comemos combustibles fósiles.
Y no sólo porque se necesiten para transportar o refrigerar tanto los mismos alimentos como las materias necesarias en la estresada cadena de suministros, sino porque, directamente, una parte de los combustibles fósiles que extraemos se utilizan también en la producción de pesticidas, y sobre todo, de fertilizantes para la “agricultura moderna”. Cerca de un tercio de toda la energía usada en el sector agrícola se utiliza para la fabricación de fertilizantes inorgánicos.
Si analizamos las consecuencias del alza en los precios de los fertilizantes, descubrimos que están ocasionando ya problemas serios en muchos países: la carestía de la soja ha llevado a Argentina a limitar la exportación de carne de vacuno hasta 2023; Brasil arrastra desde 2018 una grave crisis alimentaria; Colombia acaba de ser incluida por la ONU entre los “hunger hotspots” (puntos críticos de hambre); mientras tanto, no tan lejos, en Grecia, están al borde de una revuelta de los agricultores. Si analizamos la escalada de precios descubriremos una compleja maraña que más nos vale desenredar y comprender bien, para aclarar qué es lo que habría que hacer.
Hacer depender tanto a la agricultura de los combustibles fósiles, más que una revolución, fue un peligroso espejismo
La cantidad de factores que intervienen es enorme: geopolíticos, medioambientales, la recuperación de la demanda, la pandemia… pero por encima de todos sobresale de forma muy evidente la energía. Y la relación es directa, si sube el precio de la energía, sube el de los fertilizantes, el transporte y casi todos los procesos productivos. Ergo, la escalada de precios de los alimentos es inevitable, y por ello la FAO anticipa una crisis alimentaria global peor que la de 2011 durante este año. Todo esto sin contar con la especulación de los mercados financieros, siempre tan inteligentes y oportunos en la asignación de recursos como lo han sido hasta la fecha.
Algunos ya habíamos avisado en textos como El otoño de la civilización. Allí decíamos, hace meses: “Habrá que vigilar bien esto: tras aquella ‘revolución verde’ en la agricultura, que más bien fue negra, color crudo, la cadena alimentaria es absolutamente petrodependiente”. Y por tanto, el aumento en los precios de la energía y la escasez creciente de recursos nos están acercando al borde de un precipicio muy peligroso: el de una gran crisis alimentaria. Sin duda, nos encontramos ya en la antesala de esa situación. Hacer depender tanto a la agricultura de los combustibles fósiles, más que una revolución, fue un peligroso espejismo.
La producción de fertilizantes nitrogenados –amonio, urea– depende principalmente del gas natural, por lo que sus precios han aumentado mucho; el precio de las potasas también se ha disparado –el segundo y tercer productor son Bielorrusia y Rusia, respectivamente, y sobre todo Bielorrusia está sufriendo sanciones que agravan la situación de escalada de precios– principalmente debido al incremento generalizado de costes de extracción de todas las materias mineras; por último, los fosfatos son cada vez más escasos –de los tres ingredientes de la fórmula NPK, que es la base de la agricultura moderna, es el que más peligro tiene de agotarse a corto plazo– y el proceso de extracción en roca también es intensivo en energía. Los precios se están situando a niveles de la última gran crisis, hace más de una década. Ya sufrimos los precios de los alimentos más altos desde 2011. Pero el contexto ya no es el mismo que entonces. Es peor.
Es peor porque tenemos menos tiempo para arreglarlo. Pero sobre todo porque el problema es estructural, y sin embargo, las medidas correctivas y anticipatorias que se están tomando lo abordan como si fuera algo coyuntural, algo provisional, algo que se pudiera arreglar parando un poco ahora y esperando a que el mercado encuentre soluciones más eficientes para producir estos fertilizantes indispensables prácticamente de la nada.
Que uno de los mayores productores de gas cierre sus exportaciones de fertilizantes debería ser un signo de alarma suficiente para hacer reaccionar a nuestros líderes políticos
Un ejemplo claro del cortoplacismo reinante y de la falta de comprensión de la situación lo encontramos en el caso de los fertilizantes nitrogenados. Durante lo peor de la crisis del gas natural en 2021 la mayoría de las plantas europeas de producción de estos fertilizantes pararon durante algunas semanas, y solo han reabierto, como las de Fertiberia en España, tras firmar contratos con sus clientes garantizando unos precios muchos más caros de compra, y aun así, están funcionando a medio gas (nunca mejor dicho). China redujo en septiembre de 2021 sus exportaciones de fertilizantes nitrogenados en un 90% y ahí siguen. La necesidad de alimentar a 1.400 millones de bocas, el incremento de los costes productivos debido a la crisis energética china –particularmente, del carbón– provoca que los fertilizantes chinos, tan importantes en Latinoamérica, ya no salgan de los límites del Imperio del Medio por muchos mercados emergentes que se presenten. Más preocupante aún, Rusia impuso un embargo a las importaciones de fertilizantes desde el 1 de febrero de 2022 hasta el 31 del marzo, posiblemente ampliable. Que uno de los mayores productores de gas natural del mundo cierre en seco sus exportaciones de fertilizantes debería ser un signo de alarma suficiente para hacer reaccionar a nuestros –permítase la ironía– líderes políticos.
La presión para aumentar la producción de biocombustibles, ahora que el petróleo comienza a coquetear con la barrera de los 100 dólares por barril, es otro riesgo añadido de retirar más alimentos en un momento de escasez y carestía. Máxime cuando cultivos más demandantes de fertilizantes, como el maíz, son masivamente usados tanto para la producción de bioetanol (el 40% del que se produce en Estados Unidos tiene este origen) como para el engorde del ganado. En algunas granjas de Europa los ganaderos se pueden ver obligados a sacrificar prematuramente parte de la cabaña por no poder afrontar su alimentación.
También los factores climáticos y medioambientales van a jugar un papel importante: si hay una sequía larga –ahora mismo ya hay problemas en España en el inicio de año más seco del siglo– podría ser aún más devastador, ya que el nitrógeno, que escaseará más que otros años en los cultivos, es clave porque ayuda a las plantas a aguantar los días secos. Pero el mapa de la sequía, en este 2022, se ha vuelto global. Es lo que tiene que el caos climático no entienda de fronteras: todo el Cono Sur (Chile, Argentina, Brasil) sufre uno de los veranos más secos de la historia, lo cual se combina con las sequías de EE.UU., Rusia, Ucrania… Los graneros del mundo se secan.
La embriaguez que nos ha producido la abundancia energética de la era fósil nos ha llevado a alterar el metabolismo del sistema
Añadamos también que las tormentas de verano en Estados Unidos cerraron temporalmente algunas plantas, incluyendo el mayor complejo de nitrógeno del mundo. Y asumamos –cuanto antes– esto: nuestra fragilidad es proporcional a la complejidad de nuestro sistema. Podríamos hablar también de las consecuencias ambientales funestas del uso masivo y descontrolado de los fertilizantes: eutrofización de las aguas –como en la tragedia del Mar Menor–, contaminación de las aguas freáticas, pérdida de calidad del suelo… el cambio en el modelo agrario es absolutamente ineludible.
Nos hemos vuelto completamente dependientes de unas sustancias que han incrementado enormemente el rendimiento de la agricultura, pero que a su vez degradan las tierras de cultivo y se basan en una inyección continua y creciente de energía –cada vez más escasa– que literalmente se lanza y se desparrama por el suelo. La “revolución verde” nos hizo creer que podríamos dejar atrás el fantasma del hambre para siempre, un sueño del que podemos despertar abruptamente con verdaderas pesadillas.
La creciente crisis energética se extiende y ramifica por todos los ámbitos, y la agricultura industrial no iba a ser una excepción. La crisis de suministros es una crisis de todos los suministros, también de los alimentos. Llega El otoño de la civilización y no hemos preparado una despensa, siquiera una respuesta coherente para enfrentar el invierno que aguarda después. Los Gobiernos reaccionan con desmesura y poca planificación delante de unos retos gravísimos, sin precedentes.
La embriaguez que nos ha producido la abundancia energética de la era fósil nos ha llevado a alterar el metabolismo del sistema Tierra. Cambiamos el equilibrio trófico de nuestro planeta, nos apropiamos de los ciclos biogeoquímicos esenciales (del nitrógeno, del fósforo, del agua) para que la Tierra nos sirviera, aupados en montañas inmensas de energía. No importó que rompiéramos el equilibro, no importó que envenenáramos su metabolismo. La fractura metabólica nos hizo nadar en una abundancia inaudita. Una abundancia muy peligrosa.
Convertimos algo tan sagrado como era cultivar en una actividad de extracción, de destrozo. Una locura insostenible que lleva aparejada una factura que tendremos que pagar
En nuestra necedad, no vimos que la agricultura había pasado a depender de la minería y de otras actividades extractivas. Es decir, que el suministro mundial de alimentos depende a su vez de una cadena hipercompleja y del suministro de otros recursos aún más limitados. Y que, por tanto, se había vuelto totalmente vulnerable a su escasez y agotamiento. Convertimos algo tan íntimo y sagrado como era cultivar en una actividad de mina, de extracción, de destrozo. Una locura insostenible que lleva aparejada una factura que tendremos que pagar. La factura de la fractura metabólica. Y que engrosará más, tanto como dejemos al problema pudrirse en su propia inercia.
El choque contra los límites biofísicos del planeta nos está llevando fatalmente a chocar más entre nosotros. Cuando el estanque se seca, los peces se ponen nerviosos. ¿Dónde ocurren esos conflictos ahora? En Ucrania, el granero de Europa. Una tierra fértil y llena de recursos. O en Bielorrusia, el segundo productor de potasas del mundo. Ahí es donde algunos linces están alentando una guerra. Quizá jugando con fuego. Creyendo que pueden inflar aún más el precio del gas para lucrarse con las exportaciones y a la vez tratar de convertir al cadáver del fracking en algo aparentemente rentable otra vez.
No a la guerra, siempre. Pero hoy, más que nunca, porque obviamente esto puede agravar toda la crisis alimentaria y energética muchísimo. Cuando Lukashenko, el presidente bielorruso, hizo descender aquel avión en mayo de 2021 para detener al opositor Protasevich, nadie podía prever que las sanciones impuestas a Bielorrusia iban a generar problemas tan serios a escala global. Sin potasa no hay alimentos, le ha dicho el sector agrario al presidente Biden. De repente nos damos cuenta de que somos vulnerables. Muy vulnerables.
¿Estamos preparados para una nueva ola de revueltas como la de la Primavera Árabe –recordemos, espoleada por la escasez de alimentos– pero a escala mundial y de alcance imprevisible? En esta guerra contra nosotros mismos, ¿seremos capaces de no hundir la delicada cadena de suministros que sostiene el sistema alimentario global? Los más cínicos asumirán que serán los países más desfavorecidos los que, como siempre, se llevarán la peor parte; pero esta vez habrá consecuencias para todo el mundo. Porque todos necesitamos comer, y prácticamente ningún país tiene soberanía alimentaria en un mundo inmerso en una globalización en descomposición.
La fractura metabólica que propició la abundancia fósil se fractura. En el Siglo de los Límites tenemos que repensar nuestra relación con el planeta, con la tierra, con los demás. Podemos intentar mantener el actual sistema hipercompetitivo que nos ha llevado a esta situación, e incluso colapsar por nuestra testarudez. O podemos empezar a trabajar por un cambio de modelo, en todos los órdenes de la vida, que nos lleve a un equilibrio, a reparar la fractura, a entretejer un camino común para adaptarnos a lo que va a venir igualmente. A simplificar. Depende de nosotros. De nuestra capacidad para organizarnos y frenar el ritmo, adaptarlo a los ciclos y a los límites, ahora que ya estamos ante un precipicio que se agranda a medida que se van acumulando los problemas.