Condenadas a enfermar

imagendesinformemonos.org. Alicia Alonso.-Cuando nacieron las prisiones modernas en el siglo XVIII, se pretendía (entre otros aspectos) cambiar las crueles penas corporales suavizando la penalidad con la detención como forma de castigo. Se buscaba cambiar el suplicio físico por una pena humanizada bajo los nuevos principios ilustrados de la seguridad, higiene, salubridad y reeducación moral.

En la práctica, el encierro no sólo ha supuesto la privación de libertad sino que ha traído consigo una infinidad de consecuencias que también afectan a los cuerpos encarcelados. Una condena, que además de la limitación de movimientos conlleva una variedad enorme de secuelas físicas y psíquicas.

La lista es larga: del punto de vista orgánico, la pérdida de visión, audición, gusto y olfato, agarrotamiento muscular. Del punto de vista emocional, adaptación a un entorno anormal, alteraciones de la imagen personal, ausencia de control sobre la propia vida, estado permanente de ansiedad, carencia de expectativas de futuro, ausencia de responsabilización, pérdida de vinculaciones, alteraciones de la afectividad, anormalización del lenguaje1, entre otras.

Si a esto se añade que la población mayoritaria que puebla nuestras cárceles son personas que antes ya vivían en la precariedad en su más amplio sentido, todo ello tiene como resultado una prevalencia de las enfermedades no trasmisibles en las cárceles mucho mayor que extra muros.

El encierro y las malas condiciones en que se encuentran las prisiones hacen que las personas que allí permanecen enfermen y las que entran ya enfermas empeoren en sus diagnósticos. Estamos hablando de dietas poco saludables, posibilidad de ejercicio limitado, autonomía reducida para ejercer comportamientos de salud positivos, dificultad de acceso a la medicación, reducido acceso a la atención médica y escasa atención especializada, hacinamiento y condiciones de habitabilidad precarias, que son las condiciones encontradas en la mayoría de las cárceles.

Todo ello tiene como consecuencia que las personas presas tienen un mayor porcentaje de enfermedad cerebrovascular (ECV), en concreto un 38% frente al 12% de las personas en libertad2. En el continente africano, por ejemplo, la diabetes (uno de los factores de riesgo de ECV) tiene una prevalencia del 4% en la población general, mientras en la población reclusa se multiplica por dos y representa un 9%. En Italia, también se encontró que la prevalencia de obesidad y sobrepeso entre las personas detenidas (67%) era más alta que en la población general (55%) y en el Reino Unido, al ingresar en prisión la prevalencia de la obesidad era del 16% y esta subía hasta el 24% a los seis meses del encarcelamiento.

En Brasil, uno de los reclamos más comunes que recoge el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura en el país, es que la comida tiene presencia de insectos, es servida en mal estado y es escasa. De ahí que los datos de una investigación llevada a cabo en la prisión de mujeres de San Pablo (Brasil), revelaba que un 87% de las reclusas consumía productos ultraprocesados sin valor nutricional y un 68% bebidas azucaradas, debido a la falta de oferta de una dieta más saludable.

Las personas encarceladas también tienen tasas de prevalencia de cáncer más altas que la población en general. Así lo confirman estudios realizados en los Estados Unidos, donde las reclusas tienen una prevalencia de 4 a 5 veces mayor de cáncer de útero, motivado, entre otros, por una falta de prevención y detección a tiempo debido a la pérdida de visitas médicas o a la ausencia de especialistas en la materia. Situación replicada en Canadá donde a un 54% de las mujeres encarceladas no se les hacen pruebas de detección, frente a un 33% de la población en general. De esta manera, las personas presas en estos países tienen 1,6 más de posibilidades de morir de cáncer que las población fuera de los muros.

De igual manera, las personas encarceladas tienen más posibilidad de padecer enfermedades respiratorias. En Grecia, otra investigación informó que el EPOC estaba presente en un 6% de los reclusos y que este porcentaje aumentaba con la edad y con la duración de la condena.

Vivir en la cárcel también enferma la mente. La investigación que se llevó a cabo en la prisión de mujeres de Campinas (Brasil) informaba de una prevalencia de enfermedades mentales del 67%, vinculadas con la falta de ingresos, la inactividad física y la violencia psicológica. En el caso del sistema penitenciario canadiense, entre aquellas que presentaban aflicciones psicoemocionales un 91% eran debidas al uso de drogas y un 41% debidas a trastornos afectivos, a veces combinados.

Además, las condiciones de vida insoportables en la prisión provocan que un 50% de las muertes sean debidas a suicidios. Siendo tres veces más alto el suicidio en los reclusos y nueve veces más alto en las reclusas, que en la población en general.

Todos estos datos han sido recientemente publicados en un informe de la “nada sospechosa” Organización Mundial de la Salud, titulado “Abordar la carga de las enfermedades no transmisibles en las cárceles de la región europea” y vienen a confirmar que la cárcel tiene unos costes sociales no calculados y unas consecuencias irreversibles en la salud de las personas presas.

Las condiciones de vida limitadas que impone la prisión unida a la precaria atención sanitaria añaden una nueva pena a las personas allí encerradas que ven con impotencia como además de perder su libertad, se ven condenadas a enfermar. Al no proporcionarles tampoco un acceso oportuno, aceptable y asequible a los servicios de atención de salud de calidad suficiente, se está violando su derecho humano a la salud, lo que convierte, de nuevo, la detención en una pena corporal, aquella que en sus orígenes se quería evitar.

Etiquetas: