15-M RONDA. En pocas palabras.- La Cañada Real está poblada desde hace más de 60 años a una distancia de 14km del centro de Madrid. Desde hace más de cinco meses, más de 4.500 personas, de ellas 1.800 niños y niñas, carecen de un derecho básico como es el suministro eléctrico en un contexto de pandemia, del frío invierno y de sus temperaturas extremas acentuadas por la borrasca Filomena.
Condenadas desde octubre de 2020 a vivir sin suministro eléctrico. Desahuciadas por las administraciones públicas, sin atender a innumerables situaciones médicas de extrema gravedad. Acorraladas hasta poner en riesgo sus vidas. Estos cortes de luz están afectando a las condiciones de vida, la salud física, mental y emocional de estas personas. “Se nos está dando un tratamiento indigno”, acusan desde el tejido social del barrio.
La esencia de Madrid se ha cimentado en la formación de barrios populares que surgieron con la gran migración interna vivida en la España de la post guerra. Miles de familias abandonaron las zonas rurales para buscar una mejor vida en torno a las grandes ciudades. La dificultad por acceder a una vivienda asequible las obligó a asentarse sobre el suelo público de las periferias, allí levantaron construcciones precarias con los materiales que encontraron a su paso. Tal fue la magnitud del éxodo que hacia los años sesenta Madrid era la capital europea con mayor cantidad de asentamientos chabolistas.
Según un censo estimado de la Comunidad de Madrid, en los catorce kilómetros de ciudad lineal sobre los que se erige la Cañada Real, uno de los mayores asentamientos precarios de España, viven casi 8.000 personas. Cada una de ellas, con su propia realidad. Realidades difusas, en muchas ocasiones.
Un barrio abandonado de la periferia sur de Madrid, donde miles de personas viven en unas condiciones de marginación y pobreza intolerables. Los problemas llegaron al barrio a partir de 2005, cuando el gobierno regional desmanteló todos los núcleos chabolistas, incluido Las Barranquillas, y la venta de drogas se trasladó a esta zona de Madrid.
“Mucha gente piensa que somos todos unos delincuentes y eso es mentira. Mucha gente no ha probado ni visto la droga en su vida, como yo. Pero claro, ¿cómo no van a traficar? Hay que ver toda la mierda que hay aquí. No se puede hacer otra cosa”.
Vecinos del barrio luchan por la normalización y contra el estigma que supone vivir en este asentamiento, donde todas las construcciones son ilegales, “aquí todo es un desastre, calles de barro, de basura, casas de mierda… vivimos en un puto desastre”.
“Esto no va a ir a mejor, siempre va a ser así. Es más fácil que los míos huyan de aquí a que las cosas se arreglen” “Ha habido casos de varias personas que han acabado en la calle después de que sus jefes se enteraran de que vivían aquí. Las personas no son mejores o peores dependiendo de dónde vengan”.
Hay apoyo mutuo y también hay solidaridad, pero también hay decadencia y dolor y tristeza y tripas vacías que se cansan de esperar una solución que no llega.
Durante estos meses las asociaciones vecinales y culturales, lideradas por mujeres, han denunciado con una titánica dignidad y de forma pacífica sus exigencias. Las organizaciones sociales han emitido comunicaciones, establecido interlocución con responsables a todos los niveles además, las AMPAS, los centros educativos, los sanitarios y las trabajadoras sociales han hecho un llamamiento por los graves riesgos para la población que vive aquí.
Como se señala en la Agenda Urbana Española, una hoja de ruta para conseguir pueblos y ciudades más humanos, "la segregación social que se produce en ciertas zonas crea, de hecho, problemas de inestabilidad, como son la inseguridad o la marginación, que tienden a enquistarse entre las poblaciones más vulnerables si no se le dedica la atención adecuada. La desigualdad en el acceso a los servicios básicos, la vivienda, la educación, el empleo, etc. tiene repercusiones en términos socioeconómicos, ambientales y políticos".