Neoliberalismo y humanitarismo: 2020 y el ultimátum de lo social

Plaza Affari, centro financiero de Milán. Foto: Simone Pellegrini (Unsplash).arainfo.org. Daniel Jiménez Franco.- Cualquier acción o actividad de la intervención social se presupone dirigida a prevenir, paliar o corregir procesos de exclusión social (integrar a los excluidos). [...] Y sin embargo, es precisamente la existencia de esta exclusión una de las condiciones necesarias para la supervivencia del tercer sector, así como para dar empleo a multitud de profesionales.

Como nos recuerda Manuel Delgado, el racista no excluye porque es racista, sino que es racista porque excluye. No es un juego de palabras sino la clave de un problema estructural. En ese mismo sentido, el (o lo) clasista no segrega por ser clasista sino que, precisamente porque segrega, es clasista. O aporofóbico, machista, adultocrático, gerontofóbico… Individuo, comunidad, sociedad, institución o estructura, todos caben en el paréntesis (lo) y a todos se aplica la siguiente premisa: la legitimación del poder se articula, a remolque de un imperativo de control, en la tensión entre el uso (o abuso) de la fuerza prejuicio y la influencia del prejuicio. Ese imperativo apunta a un orden concreto y su concreción se define por la forma y el grado de desigualdad. Se controla en la medida que se evita la interrupción, evasión, transformación o sabotaje de ese orden. En su soberana acepción, el imperativo del control social sostiene la desigualdad.

De ahí una pregunta que asalta a las profesiones y disciplinas de la intervención social: ¿ayudar y/o controlar? ¿El para qué de las acciones llevadas a cabo por cada entidad o institución se define por la finalidad explícita de sus discursos o por los resultados reales de sus intervenciones? Y completando el dilema: ¿sólo el receptor de una intervención puede ser objeto de institucionalización o también el operador de esa intervención puede, en el ejercicio de sus funciones, acabar institucionalizado?

La gubernamentalidad neoliberal es la razón de gobierno que establece como principio básico ya no la confianza en la autorregulación de la sociedad a través de la mano invisible del mercado, sino la producción activa de relaciones de competencia como norma y principio regulador del campo social. […] hacer funcionar el campo social por y para el mercado, a la manera del mercado.

He aquí otra clave, siempre latente, que interpela a la profesionalización de la intervención social. Sacando de contexto una cita de Santiago López Petit: Como se puede ver, no hablo de mí. Hablo de la enfermedad. Hablo de un determinante de orden estructural que se plasma individualmente en esa disonancia cognitiva que amenaza al profesional de lo social, entre los fines declarados y los fines latentes de su tarea; entre regatear al mercado y la tecnocracia o liberarse del secuestro del yo que esa disonancia agrava; entre desalojar poder esquivando el radar de la institución o consolarse con la creencia en una perpetua promesa “transformadora”.

La politización del mercado y la despolitización de la cuestión social

Lo delicado del momento en que se plantea esta discusión (mayo de 2020, bajo los efectos de la gestión de la pandemia de Covid-19) es que parece anunciarnos una suerte de ultimátum. En primer lugar, una de las alarmas que acompaña al colapso económico apunta al remate despolitizador que naturalice los efectos de siguiente fase de desposesión sobre quienes ya componían la población destinataria de la intervención social. Por consiguiente, en segundo lugar, no parece descabellado plantear una doble hipótesis sobre la desaparición de la profesión por las buenas o las malas.

Por las buenas, si la alarma recién sugerida no se hiciese realidad; si la repolitización del conflicto social “recuperase” esos derechos fundamentales nunca antes garantizados universalmente. Solo esa rearticulación jurídico-política contribuiría, en el momento más difícil, a reducir al mínimo lo social en tanto que excedente o residuo.

Por las malas, si la absoluta despolitización del objeto de la intervención asistencial acaba reduciendo las funciones de sus operadores (siempre en proceso de tecnificación, burocratización, automatización y policialización) a la mínima expresión y, por efecto coherente de tal inercia, aboliendo la disciplina tal como la conocemos. Veamos.

La base de esa doble hipótesis parte de una realidad que cumple seis décadas en la economía mundial y se ha manifestado de forma muy clara en contexto español. Nos encontramos en la última fase de un ciclo de crecimiento macroeconómico que sólo puede perpetuarse como tal a costa de generar más miseria. Dicho de otro modo, vivimos en la sexta década de un largo fin de ciclo que anuncia algo inapelable: el modelo de acumulación en curso es incapaz de generar más crecimiento económico (producción-acumulación-beneficio) sin provocar más subdesarrollo social. Esa es la auténtica “nueva normalidad” consolidada en la depresión que siguió al crash financiero de 2008, y sus efectos son bien conocidos por los profesionales de lo social. Al fin y al cabo, ellos-as son los operarios de un sector-mercado que transformó los derechos en servicios para luego subsumirlos en el proceso de valorización que ha caracterizado a la industria del rescate. El siguiente guión puede servirnos para ordenar el proceso en varias fases.

  1. 1970’s-85: aumento sostenido del paro entre 1,2% y 21,5%. Crisis de 1973/78, estancamiento de la producción, ajustes estructurales (Pactos de la Moncloa), reconversión sectorial y destrucción de empleo.
  2. 1986-91: débil recuperación de la actividad animada por una primera fase de crecimiento basada en infraestructuras, ladrillo e inversión extranjera. El ministro Solchaga vendía en 1988 “el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de toda Europa y quizá también del mundo”. La tasa oficial de paro cae al 16% en 1991.
  3. 1991-94: pinchazo de la primera burbuja. El paro vuelve a crecer: 24%. Doble devaluación de la peseta.
  4. 1995-2007: financiarización, segunda burbuja de crédito-construcción y paro estructural alrededor del 10% – mínimo oficial sobre 8% en 2008.
  5. 2008-19: depresión, vuelta del paro al 24%. Pleno desempleo, pobreza laboral y extrema precariedad. Los índices de empleo y desempleo se confirman como irrelevantes para cualquier análisis comprensivo.
  6. 2020: aceleración del colapso sistémico.

Primera conclusión parcial: extinción de los dispositivos del workfare y la condicionalidad que éstos imponen a la cobertura de necesidades básicas. Ni la ética del trabajo ni los discursos de la “inserción” mantienen el valor que les hacía funcionales a un orden de desigualdad sostenible. Los efectos del colapso recaen, como siempre, sobre la clientela de la industria del rescate (insertables), pero también sobre sus agencias y operarios (insertores). La eficacia simbólica del discurso meritocrático se debilita, pero sus reversos (culpa y criminalización) se refuerzan.

Vivimos en un territorio en vías de subdesarrollo que se ha sostenido mediante el recurso obsceno a la financiarización y la privatización de toda actividad durante décadas. La desposesión permanente de mucho A menudo, conscientemente o no, las presuntas bondades del tercer sector han sido más subrayadas que la involución socioeconómica cuyos síntomas debía gestionar. Siempre en peores condiciones que el anterior, cada capítulo de esa involución produce más y más cualquieras, esa categoría transicional de individuos en proceso de expulsión, ex-incluidos, en riesgo de convertirse en nadies.

¿En qué medida podrá ayudarnos la presente crisis sanitaria global a comprender este síntoma de problema? Si aceptamos que toda crisis es una suerte de momento bisagra, es necesario convertir el actual colapso en una verdadera crisis con cambios estructurales que se tomen la justicia en serio para poner los derechos fundamentales en su sitio. En primer lugar, repitamos en voz alta que el libre mercado no es el modo de organización óptima para la gestión de recursos y la producción y distribución de bienes y servicios en la sociedad, sino todo lo contrario. Comprender esa falacia en toda su dimensión es una condición necesaria para actuar en consecuencia, pero no suficiente:

Eres un científico de primer nivel, ¿cómo puedes creer en esas supersticiones populares? ¡No las creo!, dijo Bohr. Pero, entonces, ¿por qué dejas esa herradura?, insistió su amigo. Y Bohr respondió: Alguien me dijo que da resultado aunque uno no crea.

Segunda conclusión parcial: de la crisis no se sale recuperando confianzas ni sendas de crecimiento. No hay que atravesar ningún túnel sino enfrentarse a la criminalidad estatal-corporativa que se oculta tras todas esas metáforas; abolir ese regulador soberano mal llamado libre mercado y las corporaciones que lo ocupan; des-mercantilizar, des- estatalizar y publificar el estado; elevar los derechos fundamentales a principio rector único en todas las políticas públicas; y, por consiguiente, contribuir a la desaparición de la disciplina profesional del trabajo social tal como la conocemos. ¿Por qué? Porque incluso sostener la desigualdad ha devenido una aspiración inverosímil.

El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más.

La cuestión es que esta última conclusión parcial tiene absolutamente todo que ver con el sector-mercado de lo social, tanto o más que con cualquier otro. Volvamos a la cronología y añadamos algunos elementos que lo demuestran.

1.

La primera fase de transición y aumento sostenido del paro coincide con el auge de un aparato asistencial que aumenta ligeramente el gasto en seguros sociales y ciertas prestaciones técnicas pero no toca el carácter marginal, estigmatizador y represivo de la atención a los pobres. En esa década se construye el estatus profesional y académico de la disciplina, que acaba incorporada a los currículos universitarios en 1983. El nuevo orden constitucional (1978) suprime toda alusión a la beneficencia en una normativa cuya práctica corresponde a las administraciones municipales. Con el espejo de los sistemas europeos pero los recursos escasos de una época muy diferente a la del keynesianismo de la posguerra mundial, “se optó por una vía entre el pragmatismo reformista y el voluntarismo idealista”. El resultado es una red de prestación de servicios heredera del asistencialismo franquista, con participación importante de las entidades religiosas, renovada en su ideario y que a finales de los años 80 habrá extendido el nuevo sector de la intervención social: un ámbito especializado, tecnificado, burocratizado y prestacionista listo para incorporar a la “iniciativa privada”.

La inclusión en la Constitución del concepto “asistencia social” en lugar de “beneficencia”, una palabra utilizada en el franquismo, se produjo en el último momento, en el debate del Senado. Con eso quiero decir que se modifican las palabras pero no se cambian tan fácilmente las mentalidades. Y creo que eso ha llegado hasta nuestros días. Detrás de la asistencia social sigue existiendo una mirada franquista, de atención a los pobres, de caridad.

2.

La legislación que habilita ese proceso será desarrollada por las CCAA. El RD de 15 de julio de 1988, por el que se regulan los fines de interés social de la asignación tributaria del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, promociona la gestión de servicios por parte de entidades privadas, entonces llamadas “sin ánimo de lucro”.

Entre 1989 y 1993, las distintas CCAA ponen en marcha sus respectivos programas de rentas mínimas, desarrollando más tarde unos “planes integrales” contra la pobreza que combinan gestión privatizada, asistencia pecuniaria y progresiva vinculación de la intervención a programas de empleo o workfare. Ese proceso coincide con una fase de creación de puestos de trabajo (segunda burbuja), aunque los índices de pobreza severa y riesgo de pobreza apenas varían.

3.

Aragón promulga su Ley 9/1992, de 7 de octubre, del Voluntariado Social en la Comunidad Autónoma de Aragón.

En 1994, España legaliza el tráfico de trabajadores con la Ley 14/1994, de 1 de junio, por la que se regulan las empresas de trabajo temporal.

4.

La proliferación de “fundaciones” vinculadas a empresas y entidades financieras y otras entidades con “fines sociales” acaba dando paso a la inclusión explícita del ánimo de lucro e incluyendo (¡eso sí es un proceso de inclusión exitoso!) a “entidades de iniciativa social o mercantil”.

Las nuevas formas de gestión y la colaboración público-privada abren las puertas al campo de los derechos sociales… Finalmente, durante la segunda burbuja, el último desembarco neoliberal impondrá la presencia del ánimo explícito de lucro.

5.

Aragón promulga la Ley 5/2009, de 30 de junio, de Servicios Sociales.

Artículo 78. Principio general. Las personas físicas y jurídicas de naturaleza privada podrán crear centros y establecimientos de servicios sociales, así como gestionar servicios y prestaciones de esta naturaleza, con sujeción al régimen de autorización legalmente establecido y cumpliendo las condiciones fijadas por la normativa reguladora de servicios sociales de la Comunidad Autónoma de Aragón. Artículo 79. Modalidades de iniciativa privada. 1. La iniciativa privada en materia de servicios sociales podrá ser de carácter social o mercantil. 2. Son entidades de iniciativa social las fundaciones, asociaciones, organizaciones de voluntariado y otras entidades sin ánimo de lucro que realicen actividades de servicios sociales. 3. Son entidades de iniciativa mercantil las personas y entidades privadas con ánimo de lucro que realicen actividades de servicios sociales.

En 2013, el Consejo General del Trabajo Social presenta su primer informe Los Servicios Sociales en España:

Más allá del perfil tradicional de la persona usuaria, se ha incorporado la clase media. Un 45% de los nuevos usuarios pertenecen a esta clase, jamás antes pisaron un centro de servicios sociales. También se observa la incorporación de personas más jóvenes que antes de la crisis, incluso personas con estudios universitarios.

6.

2020: colapso sistémico con consecuencias irreparables sobre el dispositivo de control y valorización de lo social a nivel administrativo, institucional y profesional.

La única diferencia entre un usuario y un trabajador de los servicios sociales son dos años de paro (proverbio gremial).

La externalización es la denominación que las propias administraciones han dado a una forma de gestionar los servicios públicos que comenzó en varios ámbitos en la década de 1990. El servicio mantiene su titularidad y su financiación pública, pero la gestión se encarga a una empresa externa. Este proceso se ha acompasado con la institucionalización y profesionalización de la intervención social y con la explosión del tercer sector (ONGs, consultoras, cooperativas de intervención social, etc.).

Si el campo de la intervención social fue unos de los sectores pioneros en el desarrollo de la colaboración público-privada y sus fórmulas mixtas de gestión, no puede sorprendernos que el período más próspero para ese sector-mercado16 (no tanto para su personal asalariado ni para la variación de las líneas de pobreza) fuese el del llamado “milagro español”, consistente en una virtual “recuperación” macroeconómica con endeudamiento masivo, creación de empleo precarizado, pobreza severa persistente, aumento del riesgo de pobreza, reversión del saldo migratorio, caída de la participación de los salarios en el PIB y consiguiente aumento de las tasas de beneficio privado.

Y como las condiciones de cada fase preparan el camino a la siguiente, la depresión de la última década convierte en tragedia la farsa anterior y agrava las consecuencias del actual colapso: desplome macroeconómico, re-endeudamiento, destrucción de empleo, masificación de la pobreza, trauma social y reconcentración del capital privado. ¡El verdadero efecto rebalse17 era este!: un sumidero tupido que eleva el nivel freático de la línea de pobreza para convertir cualquieras en nadies.

Respuestas condicionadas y derechos extinguidos

… estas políticas, lejos de concebirse como un derecho universal, se enuncian como dadoras de un derecho subordinado a la implicación de la subjetividad y el comportamiento, y se concretan en programas de inversión en un proyecto personal.

Del sujeto (político) de derechos al objeto (dependiente) de intervención. Del receptor de ayudas (condicionadas por sus méritos conductuales) al cuerpo rescatado por el humanitarismo. De competir con sus iguales bajo las reglas del workfare a demostrar su pobreza rellenando casillas para acceder a una ayuda vital, mínima, de supervivencia.

… la prevención no consiste como en los paradigmas críticos, en acudir a las causas de los problemas, sino en intervenir sobre las situaciones concretas en las que aparecen sus consecuencias (prevención situacional): se trata de llevar a cabo labores de control.

Condicionalidad, control, culpabilización y prejuicio. Cuando se abandona la posibilidad de sostener la desigualdad en niveles “tolerables” mediante los dispositivos del workfare y el debtfare, el discurso legitimador del mercado asistencial deriva en puro humanitarismo y su destinatario pierde la condición (política) de sujeto de derechos, pero las cuatro claves del paradigma anterior no pierden fuerza. El receptor de ayuda humanitaria forma parte, por definición, de una masa apartada por la economía política al campo de lo prescindible y sacrificable. El debate se reduce entonces, en su versión más obscena, a dirimir si es mejor hacer (sobre)vivir o dejar morir. Lo que no suele plantearse quien participa de ese debate es que su lógica complementaria (su reverso inseparable: hacer morir y dejar vivir) no ha dejado de funcionar jamás.

Falta abordar de raíz la interpretación de los llamados “problemas sociales” y las respuestas institucionales provistas. Quizá debiera haberse revisado todo un corpus metodológico a la luz de la tozuda realidad. Quizá sea necesario dar una vuelta de ciento ochenta grados a la propia noción de “problema social” y hablar, por fin, de daño social. Falta reconocer que ese orden inhabitable para más y más personas obedece a una estructura que lo produce/gestiona y que esa producción/gestión puede ser participada, reforzada, aceptada, tolerada, interrumpida, saboteada o abolida. Llamamos “problema social” al daño sufrido por individuos y grupos a quienes señalamos y estigmatizamos como portadores del problema. Éstos, a ojos de las agencias gestoras de la intervención social, personifican un riesgo a evaluar-controlar. En el mercado de lo social, el primer paso para interrumpir la producción-gestión de daño es combatir el maltrato burocrático, sus silencios, la discriminación condicionada y la producción permanente de externalidades.

¿Cómo opera la inclusión diferencial? A partir de la categoría de pertenencia a un grupo social construido (los inmigrantes, por ejemplo) y según las capacidades del individuo de navegar un enrevesado sistema de protección social, inaccesible a su comprensión para aquellos no habituados a la terminología y los cauces burocráticos. […] este sistema de inclusión diferencial, al basarse en el azar y la discrecionalidad – y no en la universalidad-, deja espacio a la aleatoriedad y la arbitrariedad en los procesos de solicitud, evaluación y concesión/denegación de una prestación social.

Esa discrecionalidad ha impuesto una suerte de banalidad tecnocrática a medida que la economía “se politizaba” y las políticas públicas se neoliberalizaban. Dicho de otro modo: la gobernanza neoliberal ha devenido gobierno desde el mercado y la lex mercatoria ha impregnado con sus axiomas todas las lógicas operativas y relacionales dentro de la administración estatal. El sector-mercado de lo social no es una excepción al desarrollo de ese proceso.

La cronología expuesta en el primer epígrafe marca también la transformación de los estados en provincias de un mapa geoeconómico dedicado a extraer valor en todas las esferas, órdenes, bienes, recursos, usos, acciones y relaciones. La experiencia española aporta un buen ejemplo de que privatizar no significa sólo retirar al ámbito privado la satisfacción de toda necesidad básica y hacer de ella una cuestión de responsabilidad individual, sino también extender el axioma empresarial de la eficiencia a todos los niveles de la administración.

La expresión más grave y rotunda de esa extensión es la mercantilización de los derechos fundamentales. Se ha mencionado más arriba: ese “tercer sector” (destinado a proveer servicios para compensar la retirada de derechos) ha acabado privatizando, mercantilizando y colonizando con criterios gerenciales de eficiencia una red de servicios que cuenta con el sector financiero en un extremo, las entidades de intervención-asistencia-inserción en otro y las administraciones “públicas” como facilitadoras legales.

Cada caso individual que resulte interesante para esa cadena de producción de valor será tratado como insumo, sus necesidades básicas serán capitalizadas y el remanente generado se repartirá entre salarios, excedentes de explotación y, en ocasiones, un margen asignable al sujeto insertado/reciclado.

Por su capacidad de penetración en el cuerpo de la sociedad, la intervención social se ha convertido en una herramienta privilegiada de esta gestión, tanto para producir subjetividad engarzada en la competencia como para sujetar la disfuncionalidad derivada de la desigualdad social, así como de las subjetividades rebeldes.

En sentido estricto, imponer una condicionalidad para el acceso efectivo de un sujeto al estatus de asistido supone abolir esa figura mitológica llamada “pacto social”. La ciudadanía también es un estatus por el que competir: ciudadanía de primera, segunda, tercera... La violencia inmanente a ese proceso produce efectos que no pueden ser contenidos eternamente por la vía blanda del reciclaje workfarista y la ética del trabajo. El sudor de tu frente está sobrevalorado en la retórica pero devaluado en el mercado, y los operarios de la intervención social saben que, tarde o temprano, otras formas de control añaden diferentes dinámicas punitivas en respuesta a esa devaluación. Ciertos grupos acaban señalados como chivos expiatorios del fracaso del modelo y su gobernanza: en nombre de la paz social se opta por la pacificación, ese concepto bélico. Si la tarea de lo social, en tanto que agencia de control blando, no es capaz de mantener el equilibrio exigido desde la economía, otros dispositivos puramente securitarios (penales-policiales) ganan presencia y vigor. El objeto de los primeros es una población en riesgo y el de los segundos es una (la misma) población de riesgo.

En consecuencia, la prevención da paso al preventivismo. Se abandona el discurso de la seguridad de los derechos (alimentación, vestido, techo, salud, educación, pensiones) y se sigue reforzando el del derecho a la seguridad (propiedad, estatus). El mismo sujeto frustrado de derechos se convierte en objetivo de ese giro securitario.

Sobre la base de esa noción de riesgo y su forma de gobierno, se llevan a cabo actuaciones concretas no por lo que un individuo efectivamente ha hecho, sino por lo que en tanto que miembro de un determinado conjunto de población se piensa que ‘potencialmente’ puede [o no] hacer. […] Es también una concepción del riesgo que puede activar procesos de criminalización de determinadas categorías de sujetos resultantes, lo que condiciona el tipo de intervención social que se realiza, adquiriendo un carácter marcadamente preventivo-represivo y estigmatizante.

Practiquemos lo propuesto más arriba: demos una vuelta de ciento ochenta grados y hablemos de daño social. Entre otros muchos ejemplos, los cierres de los servicios sociales durante la reciente crisis sanitaria (marzo 2020), los efectos de la pandemia en las residencias geriátricas o el papel desempeñado en la misma por corporaciones y fundaciones filantrópicas29 ilustran una realidad interpretable en clave de criminalidad estatal-corporativa, desde las perspectivas analíticas de la criminología de los poderosos o de la zemiología30. También ilustran la necesidad de un debate profundo sobre las funciones, el compromiso y la acción colectiva en el sector profesional de lo social, que reordene las definiciones de lo privado, lo público, lo estatal… e interrumpa la conversión de las (ya de por sí débiles) estructuras de protección en una auténtica administración general de daño social.

Más aún, si volvemos a repasar la cronología expuesta más arriba comprobaremos que la autocrítica es una condición imprescindible de ese debate. La producción de inseguridad social ha sido consustancial a una gubernamentalidad que marcó su punto de inflexión en la depresión post-2008. Aunque todo lo planteado en estas páginas viene de muy atrás, fue entonces cuando los principios fundamentales del régimen neoliberal tomaron rango de título constitucional.

La neoliberalización de los servicios sociales supone su organización según el modelo de la empresa, y esto implica no sólo su flexibilización y externalización, sino también una valoración de las actuaciones realizadas de acuerdo con los criterios de la eficiencia y la eficacia: más por menos.

Entonces, en la depresión, había que hacer más con menos. Ahora, ante el colapso, no se podrá pretender hacer más con menos aún y en peores condiciones, manteniendo una “eficiente” prioridad antisocial sin que los efectos agravados de la desposesión y el abandono agraven las expresiones del conflicto.

La intervención social hoy participa, de forma tensionada, ambigua y contradictoria, de una gestión neoliberal del campo social que no trata de eliminar por completo los puntos de inestabilidad, sino de identificarlos a tiempo y mantenerlos a raya; no tanto para resolver los problemas sociales como para localizarlos, acotarlos, evitar su proliferación y mantenerlos dentro de determinados límites de ‘tolerabilidad’. […] el efecto de las políticas que emanan de esta cuestión social es el de atenuar la presencia de los grupos de invalidados, hasta el punto de expulsarlos del campo de lo visible.

Ante una experiencia traumática que amenaza con generalizar esa excepción en tantos territorios, es urgente responder a dos preguntas: ¿a cuántos-as de nosotros-as estamos dispuestos a seguir abandonando? y ¿de hacerlo, seguiremos resolviendo esa responsabilidad reduciendo a los abandonados al estatus de ‘otro prescindible’?

La alternativa a abandonar no puede limitarse a mantener una estructura asistencial mínima al grito de ‘mejor esto que nada’. Es cierto que todo shock empuja a admitir renuncias irreparables a cambio de lo más inmediato, pero lo que lleva décadas en juego es un chantaje intolerable en cualquier democracia formal: conservar un andamio raquítico de protección social a cambio de abolir los llamados “derechos sociales” y su garantía efectiva; aplazar una limosna menguante que anuncia la definitiva eliminación de los derechos; dibujar unicornios humanistas mientras la excepción humanitaria se convierte en regla.

Cada ciclo recesivo y, con él, cada crisis de legitimación retuercen el discurso de la desigualdad sostenible. ¿Qué significa el actual recurso cuasi-humanitario a la caridad y su presentación como un avance de la justicia social? Primero, que la sustancia criminal de la gobernanza neoliberal está desnuda. Segundo, que la patronal privada de la caridad se inquieta al ver peligrar sus conciertos. Tercero, que el gobierno del mercado está dispuesto a desplegar el grado necesario de violencia para cumplir con su prioridad. La pregunta, repetida aquí, es qué grado de condescendencia, colaboración, amnesia y desprecio por el otro estamos dispuestos a suscribir – y por cuánto tiempo. La pregunta interpela a todos los miembros de la sociedad y muy especialmente, en la doble condición que su profesión les otorga, a las-os trabajadoras-es de lo social.

En efecto, describir un ingreso mínimo vital (condicionado y no-universal) como “medida de justicia social” no ayuda a revertir la agresión perpetrada durante décadas contra millones de personas. Lo parece, pero no ayuda. Es una solución humanitarista que muestra al desnudo los límites asumidos como inviolables en aras de la sacrosanta “responsabilidad fiscal”: el estado se gobierna a sí mismo y abandona toda responsabilidad sobre las causas profundas de esa agresión. Hasta la fecha nada apunta a un abordaje de la desigualdad, ni en clave radical (desde su raíz) ni en los términos canónicos de ese welfare cuyos principios llevan tiempo desactivados. Así, en el último capítulo de nuestra vía de subdesarrollo, arbitrada por un estado de derecho que abandona los derechos, el ancla ética de la industria del rescate (la redención por el trabajo) cede terreno a su inversión humanitarista – la limosna, santa de origen. Las políticas públicas contraen sus límites: del mal menor a lo menos peor. “Mejor esto que nada”… Y normalizando la banalidad del abandono, se presenta como motivo excepcional lo que para muchos-as lleva tiempo siendo la regla: “Una urgencia, un momento excepcional, una situación de emergencia”…

Del espíritu jurídico-político de la ciudadanía, los derechos universales. De la exclusión (ese eufemismo de pobreza), el asistencialismo. De la carencia, la integración- inserción. Del excedente-residuo, el reciclaje. De la expulsión-abandono, un humanitarismo cuyo objeto es una masa ahistórica y prescindible, despolitizada en tanto que desnuda, desprovista de derechos. La mirada humanitarista funciona despolitizando, convirtiendo esa desnudez en marca identitaria del objeto de rescate. Aunque a menudo acompaña un impulso que es genuina y necesariamente humano, la mirada humanitarista culmina el proceso por el cual los sujetos expulsados no sólo son convertidos en no-ciudadanos sino también en sub-humanos. En su expresión última, el humanitarismo es la línea (social o institucional) de retaguardia que sostiene la supervivencia de quienes sólo y todavía son humanos. En su esencia anti-política, el humanitarismo es la marca apoteósica de la segregación en un presunto “tiempo de paz” que es, en rigor, guerra civil permanente y global; la última solución para hacer vivible (sólo vivible) cada existencia en lo inhabitable de la violencia estructural.

Resumiendo, otras dos preguntas que no vamos a poder esquivar: ¿”no dejar a nadie atrás” como principio común de las políticas públicas o no dejar a nadie más atrás de lo que ya estaba como principio retórico de la comunicación gubernamental? ¿El estado cumpliendo la ley o el mercado tolerando una medida de caridad pública ante una grave crisis de demanda (aunque no sólo) y una esperada generalización del malestar social.

La sociabilidad, el chantaje de la supervivencia y la pelea colectiva

Ahora bien: no toda intervención dedicada a ayudar a sobrevivir invoca un espíritu humanitarista – en el sentido que acaba de discutirse. Hay acciones “humanitarias” que tienen mucho de ayuda y muy poco de humanitarismo. Son acciones que convocan a la organización colectiva ante necesidades sufridas por otros. Más aún, hay acciones y formas de organización colectiva que atienden situaciones técnicamente distinguibles como emergencias humanitarias desde principios y métodos puramente políticos, en las antípodas del humanitarismo, basadas en el apoyo mutuo, decididas y llevadas a cabo de modo autónomo, horizontal y no-mercantil en, desde y por los miembros de la misma comunidad o sociedad afectada. El sujeto y su forma de organizar la acción es un factor determinante en la definición política de dicha acción. En el caso que nos ocupa,

una intervención con efecto emancipador sería capaz de transformar el abandono de cada cual a su suerte (su individualización y su invisibilización) en potencia colectiva que se hace cargo y visibiliza un problema común, a la vez que procuraría un reacomodo de las relaciones en que la heterogeneidad de saberes tenga cabida y sean éstos los que guíen los sentidos y dinámicas del espacio de intervención.

Apliquémoslo a los últimos meses. Si definimos economía como el modo de organizar la producción y provisión de recursos para el sostenimiento material de los miembros de una sociedad, los meses de marzo y abril de 2020 nos han dado una buena muestra de cómo muchos barrios, vecindarios o comunidades han organizado su economía en las semanas del shock. Es obvio que la actividad económica, así definida, no ha dejado de funcionar. Más bien al contrario, el confinamiento ha visto surgir centenares de iniciativas, quizá humanitarias pero bien poco humanitaristas, en barrios y vecindarios de todo el estado. Son experiencias que a menudo han sustituido las responsabilidades de la administración, reavivando confusiones y debates acerca de lo estatal, lo público, lo comunitario, lo común… y de ahí otras preguntas: ¿qué restablecimiento esperamos y qué recuperación queremos?; ¿qué supervivencia está en juego?; ¿de quién?; ¿la supervivencia de la vida, que no lo es si no es de todas las vidas, o la supervivencia de un ciclo de acumulación creciente y sostenida de beneficio que necesita seguir expulsando más vidas? ¿La sociedad que se hace vivir o el mercado que la desintegra?

Tantos años mirando a nuestro alrededor con los ojos de la criminología, siempre hacia abajo, sin reconocer que la clave de toda cuestión social no es la palabra pobreza sino la forma de generar, repartir (concentrar y acumular) riqueza. Tantos años disfrazando la palabra justicia con el eufemismo adecuado a cada coyuntura del ciclo… Tanto tiempo sustituyendo los pilares materiales de la cohesión social con placebos como el consenso del espectáculo y la liturgia del consumo a crédito… Tantos eslóganes para mantener las estructuras de expolio y expulsión intactas, con la clase media como bisagra ideológica de un equilibrio en descomposición. Desde marzo de 2020, la paulatina igualación a la baja42 entre usuarios y operarios de la intervención social se antoja cada vez más explícita. Quizá, por fin, ese factor añadido nos ayude a comprender y responder.

De ahí la hipótesis adelantada en el primer epígrafe: tal como la conocemos, la disciplina profesional de la intervención social se encamina a su extinción. Dicha extinción tendrá lugar por las malas – mediante la sustitución de los recursos de control social bando por dispositivos reforzados de control securitario - o por las buenas – por obra de un cambio estructural basado en la universalización de derechos. La primera vía implica abandonar los otros medios de la política y abrazar los medios genuinos de la guerra. La segunda vía apunta al compromiso colectivo en torno a una transformación radical. Las condiciones de la primera son las que imperan en la actualidad, pero la segunda es la única deseable.

… esta lógica policial en la intervención social crea las condiciones para que se produzca el movimiento inverso: cada vez son más los policías que, dentro de sus funciones, tienen tareas propias de la intervención social (agentes tutores, agentes mediadores, consejos participativos comunitarios de seguridad, etc.).

Tantas oportunidades perdidas para tomar posición hasta vernos ante un verdadero ultimátum. Se reconozca o no, se verbalice o no, el dilema es generalizado y compartido por todos los profesionales del sector: cerrar los ojos y negociar individualmente un aplazamiento de la propia cualquierización o resolver la falsa oposición entre lo personal y lo profesional; sostener lo insostenible a costa de prolongar la precarización o tomar en serio esos derechos que politizan la vida de todas las personas y, con ello, condenan a la extinción (por las buenas) al sector de lo social.

Sólo la segunda opción es válida, por mucho que la primera lleve años de ventaja. La alternativa es aceptar la caída de los más al precipicio y callar ante la gestión de esa crisis por la doble vía del sálvese quien pueda y el caiga quien caiga. De hecho, seguir hablando de dilema a estas alturas es un síntoma claro y preocupante. La única posición coherente es cerrar filas con un programa de máximos universal e irrenunciable, una lista de condiciones innegociables que plasme la única definición válida y legítima de la voz derecho. Un plan contra la violencia estructural que incluya la exigencia de verdad, justicia y reparación ante las agencias, instituciones y corporaciones responsables y beneficiarias del proceso que ha desembocado en el actual colapso; un plan peleado en colectivo, nos cueste lo que nos cueste, pues nunca será mayor el coste que la recompensa. En cada fase del ciclo que ahora amenaza con culminar, el coste repercutido en forma de desposesión, precarización, endeudamiento y subdesarrollo social siempre ha sido mayor que cada recompensa simulada en forma de migaja asistencial – y tanto el coste como las recompensas han sido rentabilizados por la misma maquinaria de extracción de valor y acumulación privada de beneficios.

Su objetivo no es otro que mantener el control en un escenario político donde todo es posible, incluida una revisión total de privilegios, prebendas y políticas esencialmente antisociales. Tienen mucho que perder, lo quieren todo.

¿Y nosotras-os? ¿Quiénes somos y qué queremos? ¿Queremos todo para todas-os o queremos negociar individualmente nuestra propia precarización a cambio de más control securitario? ¿Queremos seguir fabricando otros a nuestro alrededor hasta darnos cuenta de que cada uno de nosotros-as ya es un otro?

Nadies (expulsados), cualquieras (expulsables) y cualquierizables (expulsabilizables) somos tres versiones de la misma figura. El humanitarismo marca la línea de meta de una derrota colectiva. La pelea por la sociedad y contra el mercado (también contra el mercado de lo social) debe plantarse ante esa línea. Cruzar esa línea es regalar la derrota y aceptar el suicidio de la sociedad.

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