Violencia contra los campesinos paraguayos

fotonaiz.eus. Raúl Zibechi.- El jueves 12 de febrero de 2015, unos cuatrocientos policías en compañía de brasiguayos (brasileños residentes en Paraguay) armados desalojaron violentamente a pobladores de un asentamiento de Guahory, departamento de Caaguazú.

Las 4.000 hectáreas en disputa pertenecen al Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT), en proceso de adjudicación a los campesinos. Los brasiguayos con sus tractores procedieron a la destrucción de las casas y los cultivos de autoconsumo de los pobladores, que hace más de un año vivían en el lugar.

Más de 150 campesinos fueron imputados por el fiscal por «invasión de inmueble ajeno», aunque el presidente del INDERT sostiene que el procedimiento del fiscal es ilegal. Los brasiguayos suelen ser grandes terratenientes sojeros llegados desde Brasil durante la dictadura para «comprar» tierras mucho más baratas que en su país, de las que raras veces poseen títulos legales. En este caso sostienen que son los propietarios de la tierra en disputa, por lo que consiguieron el auxilio de los organismos judiciales y policiales para el desalojo.

Este es uno de los 43 casos de comunidades campesinas que fueron violentadas por reclamar sus derechos a la tierra y por resistir las fumigaciones de cultivos de soja, que vienen registrados en el libro “Judicialización y violencia contra la lucha campesina”, recopilados por el abogado Abel Areco y la socióloga Marielle Palau, publicado por BAES-IS en Asunción. El trabajo aborda los dos primeros años del Gobierno de Horacio Cartes, entre 2013 y 2015.

De estas 43 violaciones, 26 están relacionadas con conflictos de tierras, y a su vez en 16 de ellas el Estado intervino y terminó destruyendo las viviendas campesinas, vulnerando sus derechos elementales. Seis de cada diez casos están relacionados con la lucha por la tierra y cuatro con la resistencia a los agronegocios, que vienen creciendo de forma exponencial. El 60% de las tierras disputadas están siendo usufructuadas por extranjeros, incluyendo a los brasiguayos que son los principales cultivadores de soja que contratan guardias privados para defender sus tierras ilegales.

En los dos años relevados por este importante trabajo, hubo 87 personas heridas o torturadas, dieciséis casos en que se quemaron viviendas, destruyeron cultivos y robaron bienes de las familias campesinas, hubo 460 personas imputadas, 273 detenidas y 38 condenadas. Como señalan Areco y Palau, «la Fiscalía debería ser el ente que vela objetivamente por el respeto de los derechos de cualquier ciudadano o ciudadana», sin embargo, como es denunciado por las organizaciones, «es uno de los eslabones más importantes de la criminalización, ya que otorga un manto de legalidad a la violencia policial, al tiempo de iniciar los procesos de judicialización».

La gran cantidad de personas con procesos pendientes, menos del 10% de los 460 imputados han sido condenados, hace sospechar a los autores «si la intención del Ministerio Público es el amedrentamiento buscando el disciplinamiento social o efectivamente hay una intencionalidad de profundizar los procesos de judicialización hasta las condenas de quienes luchan por sus derechos».

Una de las conclusiones más interesantes de la investigación estriba en la diferente actitud de los propietarios frente a la demanda de tierras y las acciones contra las fumigaciones del agronegocio. En el primer caso, los terratenientes apelan a la judicialización y en el segundo a la violencia policial y parapolicial. «De iniciarse procesos serios de judicialización a la lucha contra los agronegocios –explican–, quienes deberían ser procesados y condenados por violar las normas ambientales son los grandes productores sojeros, situación que evidentemente prefieren evitar las y los agentes del Ministerio Público».

La criminalización de la protesta se vincula, según los autores, al modelo extractivo que se ha venido profundizando en los últimos años: el 94% de las tierras aptas para cultivos se utilizan para producir commodities de exportación y se han liberado veinte semillas genéticamente modificadas, casi todas sin los debidos controles. Estos cultivos avanzan sobre las tierras campesinas e indígenas, realizan fumigaciones ilegales y aspiran a expulsar a los campesinos hacia las periferias de las ciudades donde son controlados por los grupos armados del narco-estado paraguayo.

La libertad del agronegocio y los terratenientes para actuar contra los campesinos, parece haberse profundizado desde la destitución parlamentaria ilegítima del ex presidente Fernando Lugo en junio de 2013. El Ministerio Público, o sea el Estado, se convirtió en la punta de lanza de la criminalización de la lucha campesina e indígena para facilitar la apropiación de tierras por los terratenientes y las grandes empresas multinacionales agroalimentarias.

En el prólogo de este libro de 138 páginas, el criminalista Juan Martens señala que la criminalización es «la cara más visible de un Estado débil (no ausente), útil y funcional a los poderes fácticos y mafias regionales/departamentales que violan impunemente la ley o utilizan algunas de ellas para la protección de sus negocios», mientras los delincuentes ambientales o los poseedores de tierras malhabidas son exceptuados de toda investigación.

Martens sostiene que la política de garrote contra los campesinos se sostiene en una «selectividad punitiva» y en el «endurecimiento penal» que han llevado a procesos penales arbitrarios que hacen de la tradicional ocupación de tierras por campesinos –que antes configuraba penas leves– objeto de penas de hasta 30 años de cárcel al asociarse a figuras como coacción y hasta tentativa de homicidio. También denuncia la «cooptación de las instituciones policiales, fiscales y judiciales» por las mafias de sojeros, ganaderos y narcotraficantes, un universo difícil de desenmarañar.

Por el lado de las luchas campesinas también se constatan cambios. Por un lado hay una disminución de las acciones campesinas como consecuencia del endurecimiento represivo y judicial. Pero se constatan aprendizajes, ya que «los campesinos ya no se dejan sorprender por las fuerzas represivas», abandonan provisoriamente las ocupaciones cuando llegan los uniformados y «adoptan nuevas estrategias de resistencia».

En la lucha por la tierra no hay ninguna organización nacional que se destaque, siendo protagonizada por las Comisiones Vecinales locales, en tanto la resistencia a las fumigaciones la lleva adelante la Federación Nacional Campesina (FNC), una de las pocas que no hipotecaron su independencia en el apoyo al Gobierno progresista de Fernando Lugo, al igual que la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas (CONAMURI) y la Organización de Lucha por la Tierra (OLT).

La criminalización y persecución que sufren los campesinos es sistémica. Puede disminuir con otros gobiernos, pero no va a desaparecer porque está ligada al modelo extractivo que en Paraguay se resume en millones de hectáreas de soja y de masivas fumigaciones que hacen la vida cotidiana de la familia rural un verdadero infierno. Las resistencias campesinas están tanteando las alambradas de un sistema que convierte sus asentamientos en campos de concentración rodeados de sojales, mafias y policías. Es solo cuestión de tiempo para que consigan derribarlas.

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